Texto íntegro de la conferencia de Agustín Fernández Mallo

Alteza, autoridades, amigos presentes, agradezco la invitación de Fundéu BBVA y la hospitalidad de la Fundación San Millán de la Cogolla. Es un honor para mí poder compartir estas breves ideas acerca de la información y del uso del idioma, así como acompañar en esta lectura a Enrique Krauze.

Como no he sido invitado en calidad de académico, ni de periodista ni de estudioso de la lengua —ya que nada de eso soy—, sino como escritor, permítanme comenzar con aquello de lo que habitualmente se nutre la profesión de construir relatos y diseñar historias, una anécdota personal. El día del 11 de septiembre del año 2001 me encontraba en el sofá de mi casa viendo, como es mi costumbre, el Telediario de Televisión Española cuando a la periodista encargada de dar cuenta de aquello que las imágenes nos mostraban le tembló ligeramente la voz, fue un segundo, seguramente incluso menos, pero suficiente como para dar a entender un involuntario atisbo de duda acerca de lo que ella estaba viendo y, por lo tanto, de lo que todos veíamos. Hasta ese momento, para mí, como para cualquier buen hijo de la posmodernidad, la realidad había sido la pantalla, y de pronto la pantalla dudaba de sí misma.

Bien, yo nunca había visto a la realidad dudar de sí misma. Más allá de la tragedia que supuso la muerte de centenares de ciudadanos, se trataba de una duda que afectaba a los mismos cimientos de lo que desde la filosofía helénica venimos conociendo como Principio de Realidad: los modos en que nuestros sentidos aprehenden y posteriormente organizan el hábitat a fin de hacerlo reconocible. Porque veíamos todo aquello en la pantalla, sí, pero no teníamos claro qué era, qué significaba, y, sobre todo, de pronto no teníamos claro si el formato de noticiario televisado bastaba por sí solo para dar cuenta de lo que al otro lado del océano estaba ocurriendo. Era, sin duda —o por lo menos yo así lo entendí— el inicio del fin de una manera determinada de comunicar.

Sería largo, y por conocido innecesario, relatar el proceso de cambio que desde entonces hemos vivido; baste decir que hoy todos los canales de noticias televisadas tuitean cada una de las noticias minutos antes –y no después, y aquí el orden sí altera el producto- de ser contadas en pantalla. De modo que hoy podemos ver cualquier informativo sin verlo. No pocas veces me he sorprendido a mí mismo ante el televisor con una sensación de realidad anticipada al leer el tuit de lo que minutos más tarde me contarán en la pantalla; la extraña sensación de que la realidad va más rápida que la realidad; se anticipa a sí misma. Pero no, lo que ocurre es que la realidad ya es otra.

¿Quiere decir esto que vivimos hoy en una realidad fragmentada y, por lo tanto, la información por necesidad es también fragmentada? La duda es pertinente pues toda apariencia nos indica que los modos de recibir, y diríamos que de abordar, la realidad hoy nos son dados a través de fragmentos, una suerte de inputs y outputs de entre los cuales sólo una pequeña fracción pasará a la cadena perceptiva del cerebro en forma de información útil, materia susceptible de ser convertida en conocimiento. Dejando aparte el hecho, habitualmente pasado por alto, de que en una sociedad compleja, como lo es la del siglo XXI, la información ya es en sí misma conocimiento, toda esa aparente fragmentación entra en contradicción con otro hecho que también cada día, y simultáneamente al anterior, se nos repite, a saber, vivimos en un mundo hiperconectado.

Dicho de otro modo, ¿cómo es posible que una realidad sea fragmentada y confusa y al mismo tiempo adopte la forma de mundo hiperconectado? ¿Cómo posible que algo fragmentado pueda estar mismo tiempo totalmente conectado entre sí? Una posible respuesta, bastante común, es la de quien afirma que la hiperconetividad lleva a un estado de sobreinformación que, por paradoja, fragmenta y desinforma. Pero en mi opinión la respuesta hay que hallarla en otro lugar, en el paradigma que desde finales del siglo pasado ha cobrado fuerza como modelo de representación de realidad: las redes.

En efecto, vivimos sumergidos en una red de redes —de la cual lo que llamamos Internet es tan sólo una más—, y éstas alcanzan no sólo a la organización de la así llamada naturaleza sino también a casi todas las esferas del desarrollo humano: los movimientos de mercancías entre países, la cadena trófica de los animales de los territorios vírgenes y la cadena trófica de los animales urbanos, el modo en el que las neuronas intercambian señales, el modo en que nuevas amistades generan otras ya sea en la Red o en el ámbito físico, la propagación de virus, y un larguísimo etcétera, todo ello, hoy lo sabemos, se organiza espontáneamente siguiendo un modelo de red que técnicamente se llama, red libre de escala.

REd

No es el momento de detallar en qué consisten este tipo de redes, baste decir que, tal como muestra la imagen, son aquellas en las que algunos nodos de la red están muy conectados, y otros apenas. Lo interesante del caso es que, en primer lugar, se ha comprobado que es este tipo de red la que garantiza la mayor conectividad y la mayor rapidez de intercambio de contenidos entre sus nodos.

En segundo lugar, que es una organización espontánea, no previamente pensada: nadie ha pensado cómo debía ser la topología de Internet del mismo modo que nadie ha pensado cómo debía ser la topología en la que se asienta el funcionamiento de las neuronas y tampoco nadie ha diseñado la red de la cadena alimentaria de tal suerte que una hormiga y un león estén conectados. Cuando se mira desde esta óptica, el discurso apocalíptico acerca del fin de la comunicación coherente se desvanece en virtud de la coherencia interna de las redes, su orden interno. Este orden es muy parecido al de un organismo vivo —es decir, al de un ente que es estimulado según leyes internas—, en contra de la visión de antaño, más bien parecida a una organización —un ente que se rige según leyes externas—. En este sentido, organismo y organización son conceptos antitéticos.

Bien, como no podía ser de otra manera, también el intercambio de información se organiza hoy en modo red. Y aquí sí que la red Internet ha cambiado radicalmente el modo en que los emisores –típicamente periodistas, agencias de noticias o gabinetes de prensa— gestionan la información, el modo en que se comunican con el público, el cual en virtud de esa conectividad es quien en ocasiones hace de agente provocador, de emisor inicial del que se nutren los profesionales de la información. Cuando decimos que la información hoy parece haberse fragmentado, cuando sentimos que no hay hoy medios de comunicación lo suficientemente sólidos como para generar los criterios de autoridad de antaño, debemos pensar que no es tanto eso como que la comunicación, nos guste o no, ha tomado como forma topológica el modelo de red antes aludido, el cual favorece el protagonismo del emisor anónimo y no vinculado necesariamente a un medio de comunicación en detrimento de la práctica periodística tal como desde el siglo XIX la veníamos entendiendo.

Si antes el periodista era alguien que tras una peripecia más o menos épica obtenía una información que después compartía con el resto del mundo, hoy su función parece más bien la de interpretar, agrupar, sacar conclusiones de todo aquello que circula en la Red. Digámoslo así: del paradigma de la subjetividad del profesional como única fuente hemos pasado al de un modelo colectivo de representar lo real. Naturalmente, esto no sólo ha afectado a la profesión del periodismo sino a toda profesión que tenga un impacto directo en la población. Espero poder volver a esto más adelante.

De momento me interesa destacar que no hay pues una atomización real, así como tampoco una pérdida de contenidos ni una fragmentación, sino una nueva disposición de las cosas que tenemos ante nuestros ojos. Lo que hay que hacer es girar la ligeramente la óptica para que, como ocurre en un caleidoscopio, lo que era un caos se reorganice ante nuestros ojos. Y el cambio es imparable. Baste teclear en el buscador Google la frase «from analog to digital», para ver que aparecen cerca de 1 millón de resultados. Si tecleamos su inversa, «from digital to analog», la cifra alcanza poco más de 100 000. En el XVIII Congreso Internacional de la Sociedad Española Periodística, Phil Bennett, exdirector del adjunto deThe Washington Post, se preguntaba, «¿Tiene futuro el periodismo de investigación en la era Twitter?» Su respuesta fue que es el periodismo narrativo quien tiene mucho que decir en este momento de dificultad, «hay que aprovechar la crisis actual para encontrar nuevas formas de hacer las cosa».

¿Y la lengua? ¿Qué ocurre con los modos de escritura, cada vez también más aparentemente atomizados? Bueno, aquí me aventuro a decir que parece lógico pensar que podemos aplicar el mismo patrón de red para afirmar que no es que el uso del lenguaje se vea deteriorado, sino que éste se amolda a esa misma configuración reticular. Cuando las palabras fluyen a velocidades que hace 20 años serían de ciencia ficción es lógico pensar que como consecuencia de esa velocidad éstas se vuelvan plásticas, maleables. A ello hay que añadir que, como ya hemos apuntado, no es hoy únicamente el reportero quien maneja y emite información sino que son millones de personas no profesionales quienes a través de un trabajo no reglado nos abastecen a cada instante de una ingente cantidad de datos, de modo que el uso del lenguaje ya no es legislado por un solo agente o un grupo de agentes, más que nunca se vuelve algo comunitario, más que nunca es organismo, más que nunca crea realidad colectiva producto de un pacto.

A fin de ver mejor en qué consiste este pacto, brevemente utilizaré un símil: incluso quienes, tal como es mi caso, no acostumbran a seguir las peripecias de las ligas de fútbol, convendrán conmigo que la versión televisada de ese deporte constituye uno de los actos de creación de realidad colectiva más puros que podamos pensar, superiores a cualquier otro evento. Me explico: el fútbol televisado es el único acontecimiento público en el que, en virtud de las repeticiones de las jugadas grabadas —repeticiones a las que no tienen acceso en el campo de juego—, el espectador en su casa sabe más que el árbitro. Es, por así decirlo, como si en algún momento se hubiera pactado que en un juicio los que están en la sala estuvieran siempre en posesión de más pruebas que el juez.

Esto, que en apariencia es un sinsentido, es lo que dota a ese juego llamado fútbol de la tensión necesaria para que se haya convertido en el deporte rey: su indefinición inherente, consecuencia de una regla aparentemente sin sentido, sí, pero real. Tal lógica colectiva tiene directamente que ver con los modos de crear representaciones de realidad de los que se valió la posmodernidad, de modo que atraviesa también todos los campos de la información para terminar en la creación de un lenguaje colectivo. Queramos o no, la creación del lenguaje es hoy más que nunca un pacto, pasa por el consenso entre el árbitro y los espectadores. Porque la realidad —y esto como físico profesional lo he comprobado muchas veces— no es algo que esté ahí afuera esperándonos, sino que la realidad es una construcción colectiva, una ficción verosímil, pactada por una sociedad en un lugar y tiempo determinados.

El mundo está por ser escrito, y por lo tanto el mundo está por ser creado. Y esto es tarea de todas las partes pues el sistema lengua, por llamarlo de algún modo, también se conforma hoy en modo red. El sistema lengua lo componen los árbitros y los espectadores, el sistema lengua se crea en esa tensión, la que deriva de las opiniones de quienes velan por la lengua y de quienes violentan la norma de la lengua, todos son agentes, todos son nodos de una misma red, necesarios para que ésta permanezca viva. Diría aún más, sin esos juegos tensionales toda lengua termina por desaparecer del mismo modo que la desaparición de una determinada especie de planta puede tener como consecuencia la extinción de los leones aunque, como todos sabemos, los leones no coman hierba.

Permítanme, como última reflexión, hablarles de la importancia que los residuos —al fin y al cabo la basura—, tienen para este nuevo modo de crear realidad y por lo tanto usos del lenguaje. Los arqueólogos lo saben: una parte de lo más valioso que civilizaciones pasadas nos dejaron es precisamente aquello que «no nos dejaron», aquello que nos dejaron sin querer, aquello que en su día consideraron residuo, objetos o ideas que no alcanzaban la categoría de conocimiento, sino mera información —hoy les llamaríamos spam—.

Esta clase de hallazgos revelan modos de vida no oficiales, y por no oficiales no me refiero a pretendidamente ocultos sino todo lo contrario, tan comunes, tan paisaje, que ya ni se hacían visibles, y que hoy la Historia, a fin de conocer las condiciones materiales y lingüísticas de los pueblos de la antigüedad, tanto aprecia. De ahí y sólo de ahí la importancia de las excavaciones arqueológicas, de ahí y sólo de ahí la noble tarea de convertir hoy en archivo lo que en su día no fue incluido en esa categoría. Pensemos, como ejemplo tan inmediato como pertinente, en la búsqueda de los restos materiales de Miguel de Cervantes que justamente en estos días se lleva a cabo, material en su momento no revelador y que hoy, de ser hallado, sería de incalculable valor en diferentes disciplinas, pero especialmente para conocer la historia, la peripecia vital de aquel escritor.

Del mismo modo, lo que hoy guardamos en museos tendrá valor para los humanos de dentro de miles años, claro que sí, pero también revivirá aquello que en un vertedero aguarda hoy el incierto futuro de la pérdida para siempre. Y aquí quería llegar. Me valgo de este símil para dar a entender que, en mi opinión, el periodista hoy más que nunca no ha de limitarse a dar informaciones sino que ha de considerar éstas como residuos en tiempo real para de este modo enfocarlas de otra manera, recodificar sus significados. El periodista más que nunca, y por paradójico que parezca, ha de ver el presente como una arqueología en la que abundan restos a punto de ser resucitados, una arqueología en la que no cabe la nostalgia sino un principio activo de construcción de realidad. Nuestra realidad, que, una vez más, es lenguaje. Qué si no.